Tuesday, February 19, 2008

Esa tarde extraje de mi nochero un papel arrugado y amarillento: “Anitra” decían sus garabatos apenas legibles, y a continuación su número telefónico. Entonces recordé a esa Anitra de mi juventud, a esa muchachita pudorosa que perdía todo el pudor con el simple roce de mis manos; recordé a esa Anitra cándida de piel resplandeciente y muslos gráciles.

Aún evoco con exactitud su carne palpitante, y ese rubor que exuberaba el calor en sus mejillas, en toda su piel. Un simple roce bastaba para que echara la cabeza hacia atrás en un gesto histriónico que revelaba la finura de su mentón, contorneado perfectamente, formando una breve depresión que subía hasta el área de los pómulos, cuando su sonrisa se convertía en una muestra de placer. A-N-I-T-R-A, en mayúsculas. Anitra, la diosa poseedora de la vulva que por primera vez proyectó mis erecciones en el campo de lo posible.

-Es la crisis de los cincuenta- respondió a mi lado esa mole de carne vieja, otrora bellas, que tengo por esposa; cuando ingenuamente le conté mis intenciones de conocer el paradero de Anitra.
- Es evidente que a tu edad quieras tener noticias de muchos amores del pasado, a mí me ocurre lo mismo, pero pierdes tu tiempo; muchos de ellos pueden estar lejos, simplemente haber fallecido, o haberte olvidado sin remedio.

Su lógica me resultaba inaceptable cuando apuntaba a sugerencias tan obvias, lo cual ocurría o bien porque simulaba interesarse en mis inquietudes, o simplemente porque prefería concluir el tema con una respuesta superficial antes que ahondarlo por temor a enfrentarse con respuestas menos alentadoras. No tardé en concentrarme en cada uno de sus defectos mientras ella se limaba las uñas asiduamente: ese tejido que discretamente empezaba a abultarse bajo sus ojos le restaba la belleza y el brillo que alguna vez admiré con exaltación; esa acumulación adiposamente insensata en su vientre y nalgas que la obligaban a consumir productos para contrarrestar el paso de los años ,y a consultar ese tipo de libros y revistas que daban consejos prácticos para evitar las funestas consecuencias de la gravedad. Era ella, ese mueble que reclamaba y destilaba de mi vida hasta el último centavo posible, ese pequeño monstruo que inevitablemente llenó de fealdad mi corazón.

-Débora, te estás haciendo vieja y fea- dije con la misma repulsión que se confirmaba en sus ojos asombrados. La había herido, a la vez sentía un poco de la calma y la tranquilidad que deja el expulsar los pensamientos cuando son más voraces y guardan consigo la letal ponzoña.

Según el Budismo Zen, las decisiones sensatas surgen luego de respirar profundo y contar hasta siete exhalaciones; sólo hasta entonces se puede decir que se pensó para hablar. Pero en mi caso no se cumple esa ley, ese tipo de diplomacia que enmascara los deseos del alma, no hace otra cosa que guardarlos en lo más profundo de la misma hasta que salen a flote de la manera menos esperada. Y fue en ese momento, cuando tuve la seguridad de haber herido a Débora, que disfruté hasta el último instante ese sabor a victoria. No quería exhalaciones, no quería calma, sólo quería montarla como una vieja yegua y pedirle con mi polla penetrándole las entrañas, que firmara el divorcio.

La odiaba, la odiaba toda. Recuerdo el pasaje de algún libro en el que el protagonista defendía a las mujeres de mi generación; hablaba de los admirables que eran porque se esforzaron por luchar su puesto dentro de una sociedad machista. Pero ella no, Débora no. La cabeza solamente le servía para aplicarse los tintes que escondían las canas, o para pensar en el nuevo sostén relleno de gel frío que tonificaría sus senos caídos. Débora no se destacaba por nada, tenía una carrera, un doctorado, pero jamás la recordé por algo en particular. Al igual que Anitra la había bautizado por su concha, por su belleza, por lo maravilloso que era ver su cuerpo bronceado recostado en la playa, pero nada más.

Al cabo de un rato Débora reaccionó, abrió su boca para proferir unos cuantos insultos en mi contra; para recordarme el artista fracasado que yo era y el destino irremediable de mis esculturas en galerías de mala muerte. Lo mismo de siempre: La imagen de una mujer que grita en silencio, como si le hubiese puesto “mute” a su tv.

Pausa. Una larga pausa. La bebida caliente reposa en nuestras tazas. Un hilo de vapor empaña mis gafas y logro verla a ella como quisiera verla siempre: borrosa. Ella mastica con calma y puedo ver la desesperanza en sus ojos, también está cansada, también me odia.

-¿A qué hora sales mañana?- pregunta Débora con un fingido tono dulzón.

-A la hora de siempre- respondo con tosquedad

-Bien, pondré el despertador. ¿Vamos a dormir?

-Vamos

Deposito un beso en su mejilla y me acuesto a su lado en la cama. Apago la lámpara de mesa. En la pared se proyectan dos bultos negros y alargados, acentuados por la luz que entra desde las casas vecinas, y se cuela a través de la persiana. Ella me da la espalda y finge dormir; sé que tiene los ojos tan abiertos como los míos. Pienso que después de todo no es tan mala, han sido quince años juntos. En el cielo raso se dibuja el rostro de Anitra. La veo de nuevo, toco con mis labios sus rizos humedecidos y siento un calor que se me sube a las pelotas.

-La camisa azul está húmeda –afirma sin volverse hacia mí

- ¿Y la verde?

-Me parece que está seca

-Bien
La respiración de Débora se apacigua, ahora duerme profundamente. Su sombra se mueve, se prolonga con el movimiento de su pecho; por un momento se cubre con las cobijas hasta el cuello y desaparece en la pared con una línea recta. A su lado hay un bulto, negro e indefinido que pierde definición y se va desenfocando lentamente.

Thursday, February 07, 2008

Sinnerman



No nos dejes caer en la tentación...y líbranos del mal

Saturday, February 02, 2008

Omelettes picantes n_n

Friday, February 01, 2008

Se va el tren

Había sido un día muy lluvioso. En la tarde sólo quedaban rezagos de la tormenta: la ropa empapada, el frío que se levanta de las aceras en forma de niebla, el firmamento gris, como una gran nebulosa a punto de disolverse. El ambiente esta vez depresivo de la terraza -habitualmente concurrida- nos empapaba de tristeza al hombre que leía en la mesa contigua y a mí. El resto eran fantasmas, sillas vacías a las que la lluvia había alcanzado. Observo el paisaje nublado del que me provee aquella terraza. A lo lejos serpentea el blanco vapor de alguna lavandería que funciona a escasas cuadras. Relaciono aquel cuadro brumoso, donde se destaca la pequeña chimenea que dibuja irregulares líneas en el firmamento, como una bonita pintura impresionista.

Se atisba un chiflón y me cubro hasta los ojos, haciendo del cuello de mi chaqueta un pasamontañas. Salgo a caminar un rato, las calles están resbalosas y en su baldosín puedo ver cómo se reflejan las luces amarillentas de la calle. Es mi viejo barrio, son mis viejas calles empedradas de casas coloniales. Ahí vivía cuando lo conocí a Él. Recorro algunas cuadras sin ningún sentido, quisiera que el sentido de ese camino fuera que él me estuviera esperando en esa esquina, una cuadra más arriba del Teatro Colón. Voy a un antiguo local de arepas rellenas, las como con gula. Veo algunos afiches de próximo eventos y obras de teatro y tomo nota de ellas en mi mente para poder ir sola.

Nos conocimos de una manera loca. Nos amamos detrás de una fría pantalla, nos enamoramos así. Nos encontramos cinco años después y explotamos de amor, de deseo. Soy Kira, Soy Luis. Tuvimos una hija. El día que ella nació, él esperaba ansioso en medio de la multitud que espera sus nuevas razones de vida; llegó con un ramo de flores, tomó a la niña entre sus manos y al ver sus brillantes ojos negros, una lágrima escurrió por sus mejillas pálidas a causa del trasnocho y la ansiedad.

Espero el autobús a la altura de la Caracas. En la estación veo los anuncios con los rostros de familias enteras que me sonríen desde alguna parte del mundo, con una casita de fondo. Lloro, lloro de impotencia, de soledad. Lloro como lo hace el ingeniero cuando sabe que el grandioso puente se vino abajo porque en medio de la construcción prefirió callar a revelar el boquete podrido en uno de los cimientos. Quería una bonita familia, de verdad la deseaba. Las puertas se abren, el autobús espera a que entre. -¿Por qué no cierran la puerta?- Permanezco ahí en silencio, petrificada a la espera de algo que olvidé en el camino y por lo que debo regresar.


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