Friday, February 01, 2008

Se va el tren

Había sido un día muy lluvioso. En la tarde sólo quedaban rezagos de la tormenta: la ropa empapada, el frío que se levanta de las aceras en forma de niebla, el firmamento gris, como una gran nebulosa a punto de disolverse. El ambiente esta vez depresivo de la terraza -habitualmente concurrida- nos empapaba de tristeza al hombre que leía en la mesa contigua y a mí. El resto eran fantasmas, sillas vacías a las que la lluvia había alcanzado. Observo el paisaje nublado del que me provee aquella terraza. A lo lejos serpentea el blanco vapor de alguna lavandería que funciona a escasas cuadras. Relaciono aquel cuadro brumoso, donde se destaca la pequeña chimenea que dibuja irregulares líneas en el firmamento, como una bonita pintura impresionista.

Se atisba un chiflón y me cubro hasta los ojos, haciendo del cuello de mi chaqueta un pasamontañas. Salgo a caminar un rato, las calles están resbalosas y en su baldosín puedo ver cómo se reflejan las luces amarillentas de la calle. Es mi viejo barrio, son mis viejas calles empedradas de casas coloniales. Ahí vivía cuando lo conocí a Él. Recorro algunas cuadras sin ningún sentido, quisiera que el sentido de ese camino fuera que él me estuviera esperando en esa esquina, una cuadra más arriba del Teatro Colón. Voy a un antiguo local de arepas rellenas, las como con gula. Veo algunos afiches de próximo eventos y obras de teatro y tomo nota de ellas en mi mente para poder ir sola.

Nos conocimos de una manera loca. Nos amamos detrás de una fría pantalla, nos enamoramos así. Nos encontramos cinco años después y explotamos de amor, de deseo. Soy Kira, Soy Luis. Tuvimos una hija. El día que ella nació, él esperaba ansioso en medio de la multitud que espera sus nuevas razones de vida; llegó con un ramo de flores, tomó a la niña entre sus manos y al ver sus brillantes ojos negros, una lágrima escurrió por sus mejillas pálidas a causa del trasnocho y la ansiedad.

Espero el autobús a la altura de la Caracas. En la estación veo los anuncios con los rostros de familias enteras que me sonríen desde alguna parte del mundo, con una casita de fondo. Lloro, lloro de impotencia, de soledad. Lloro como lo hace el ingeniero cuando sabe que el grandioso puente se vino abajo porque en medio de la construcción prefirió callar a revelar el boquete podrido en uno de los cimientos. Quería una bonita familia, de verdad la deseaba. Las puertas se abren, el autobús espera a que entre. -¿Por qué no cierran la puerta?- Permanezco ahí en silencio, petrificada a la espera de algo que olvidé en el camino y por lo que debo regresar.


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